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La incertidumbre del encuentro.

Padecemos una especie de subdesarrollo emocional que nos impulsa a ciertas conductas autodestructivas, tanto en nuestra vida pública como en la privada. Nos urge encontrar un camino que nos permita hallar una manera de ser más sanos, y ese camino está íntimamente relacionado con el amor y la espiritualidad. El amor es el mejor símbolo de la salud del hombre, es todo lo opuesto de la agresión, del miedo y de la paranoia, que a su vez representan la patología que nos desune. Claudio Naranjo (Clan, 1984)

Cuando pienso en la palabra encuentro en el sentido en que la cito en todo este libro, la asocio a la idea del descubrimiento, la construcción y la repetitiva revelación de un nosotros que trasciende la estructura del yo. Esta creación del nosotros adiciona un sorprendente valor a la simple suma aritmética del Tú y Yo.



Sin encuentro no hay salud. Sin la existencia de un Nosotros, nuestra vida está vacía aunque nuestra casa, nuestro baúl y nuestra caja de seguridad estén llenos de costosísimas posesiones. Y, sin embargo, el bombardeo mediático nos incentiva a llenar nuestras casas, nuestros baúles y nuestras cajas de seguridad de estas cosas y nos sugiere que las otras son sentimentales y anticuadas.


Los escépticos intelectuales, ocupantes del lugar del supuesto saber, están siempre dispuestos a ridiculizar y menospreciar a los que seguimos hablando desde el corazón, desde la panza o desde el alma, a aquellos que hablamos más de emociones que de pensamientos, más de espiritualidad que de gloria y más de felicidad que de éxito.


Si alguien habla del amor es un inmaduro, si dice que es feliz es un ingenuo o un frívolo, si es generoso es sospechoso, si es confiado es un tonto y si es optimista es un idiota. Y si acaso apareciera como una mezcla de todo eso, entonces los falsos dueños del conocimiento, asociados involuntarios del consumismo diletante, dirán que es un farsante, un improvisado y poco serio mercachifle (un chanta, como se dice en Argentina).



Muchos de estos jerarquizados pensadores configuran a veces la peor de las aristocráticas y sofisticadas estirpes de aquellos que se muestran demasiado “evolucionados” como para admitir su propia confusión o infelicidad. Otros están totalmente atrapados en su identidad y no están dispuestos a salir de su aislamiento por temor a que se descubra su falta de compromiso con el común de la gente. A casi todos, seguramente, protegidos detrás de las murallas de su vanidad, les resulta difícil aceptar que otros, desde recorridos totalmente diferentes, propongan soluciones también diferentes. Y, sin embargo, ya no se puede sostener el desmerecimiento de los vínculos y de la vida emocional.


Cada vez más la ciencia aporta datos sobre la importancia que tiene para la preservación y recuperación de la salud el contacto y el fluir de nuestra vida afectiva y lo Necesaria que es la vivencia vincular con los otros. Las investigaciones y los escritos de Carl Rogers, Abraham Maslow, Margaret Mead, Fritz Perls, David Viscott, Melanie Klein, Desmond Morris y, más recientemente, Dethlefsen-Dahlke, Buscaglia, Goleman, Watzlawick, Bradshaw, Dyer y Satir, agregados a las impresionantes exploraciones y descubrimientos de Larry Dossey, nos obligan a replantear nuestros primitivos esquemas racionales de causa y efecto que la medicina y la psicología utilizaron tradicionalmente para explicar la salud y la enfermedad. Sin embargo, si miramos a nuestro alrededor y en nuestro interior podremos percibir la ansiedad y la inquietud (cuando no el miedo) que despierta un posible encuentro nuevo.


¿Por qué? En parte, porque todo encuentro evoca una cuota de ternura, de compasión, de ensamble, de mutua influencia, de trascendencia y, por ende, de responsabilidad y compromiso. Pero también, y sobre todo, porque significa la posibilidad de enfrentarse con los más temidos de todos los fantasmas, quizá los únicos que nos asustan todavía más que el de la soledad: el fantasma del rechazo y el fantasma del abandono.


Por miedo o por condicionamientos, lo cierto es que tenemos una creciente dificultad para encontrarnos con conocidos y desconocidos.



El modelo de pareja o de familia perdurable es, cada vez más, la excepción en lugar de la regla. Las amistades y matrimonios de toda una vida han quedado, por lo menos, “pasados de moda”. Los encuentros ocasionales sin involucración y los intercambios sexuales descomprometidos son aceptados sin sorpresa y hasta recomendados por profesionales y legos como símbolo de una supuesta conducta más libre y evolucionada. El individualismo es presentado como el enemigo del pensamiento social, sobre todo por aquellos mezquinos que en el fondo desprecian las estructuras sociales o se aferran a ellas con una especie de fundamentalismo solidario que legisla lo que no sabe cómo enseñar.


Alguna vez escribí que leer un libro era como encontrarse con una persona. Decía yo que había libros sorprendentes y libros aburridos, libros para leer una sola vez y libros a los que uno siempre quisiera volver; libros, al fin, más nutritivos que otros. Hoy, veinte años después, digo lo mismo desde otro lugar: encontrarse con otro es como leer un libro. Bueno, regular, malo, cada encuentro con un otro me nutre, me ayuda, me enseña. No es la maldad, la inadecuación ni la incompetencia del prójimo lo que hace que una relación fracase.


El fracaso, si es que queremos llamarlo así, es la expresión que usamos para decir que el vínculo ha dejado de ser nutritivo para alguno de los dos. (No somos para todos todo el tiempo ni todos son para nosotros todo el tiempo.) Cada uno de los encuentros en mi vida ha sido como cada libro que leí: una lección de vida que me condujo a ser éste que soy.


Extracto del libro Hojas de Ruta de Jorge Bucay.

Importancia del encuentro en el mundo actual. El camino del encuentro.

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